¿Podemos cambiar? La mujer que siempre fue mi madre.

¿Podemos cambiar?

La respuesta es: siempre.

Todo lo que nos sucede en la vida es una oportunidad de crecimiento y transformación.

Esta es la historia de una mujer que nació y creció junto al mar, a orillas de Naplo, un pueblo costero al sur de Lima. La menor de cinco hermanos, llegó durante la última primavera de la vida de mi abuela Enriqueta.

Conoció a mi padre en una fiesta de Nochevieja. Esa chispa se encendió hace más de 48 años. Ella tenía 20 años, él 23. Tenían grandes sueños, pero el más grande era formar una familia numerosa y ruidosa.

Mi madre desempeñó muchas funciones, además de ser madre. Trabajaba como agente de viajes, organizando viajes —principalmente para grupos de mujeres— por todo el mundo. A cambio, recibía billetes de avión para que sus tres hijos mayores pudieran acompañarla.

En su tiempo libre, decoraba casas y renovaba objetos de segunda mano. Siempre con su lema personal en mente: «Lo que buscas es una oportunidad».

Mantiene varios cuadernos llenos de todo: listas de invitados de cada evento que ha organizado, registros de regalos, gastos, útiles escolares, medicamentos, compras de viajes e incluso historias y momentos que ha recopilado a lo largo de su vida.

De niños, fotocopiaba páginas de libros y compraba camisetas al por mayor en Gamarra. Nunca le dio vergüenza. Nos enseñó que se puede vivir con muy poco.

Tiene un gran corazón para los más vulnerables. Había un sacerdote que visitaba a menudo nuestra casa; si alguna vez necesitaba algo, ella se lo daba. De niña, esa parte no me hacía mucha gracia.

Mi padre no era quien discutía; era ella quien chocaba con nosotros. Éramos seis pequeños terremotos, algunos más rebeldes que otros. Peleas, gritos, llantos... todo era parte del viaje.

Le guardé rencor casi toda mi vida. Solo recientemente, después de un suceso profundamente doloroso, empecé a comprender que criar a seis hijos casi completamente sola era una batalla. Mi padre trabajaba muchas horas, y para ella habría sido más fácil decir que sí a todo. Pero no lo hizo.

En cambio, nos protegió como pudo: llorando, gritando, poniendo límites.

Cuando habla, salta de un tema a otro. Y escribe como habla. A veces, me pierdo en ese laberinto.

Pensamos que no sobreviviría a la pérdida de Ingrid. Pero ha trascendido. Ahora vive para ella y a través de ella. No se queda de brazos cruzados. Quiere seguir descubriendo el mundo, esta vez con sus nietos.

Dondequiera que va, es un torbellino de emociones, irradiando calidez y encanto. Y si antes no le importaba lo que los demás pensaran de ella, ahora le importa aún menos.

Admiro su fuerza, su amor inmenso como madre y su valentía para seguir adelante tras perder a su ser querido: Ingrid. Ya no es la misma. El dolor la ha transformado.

Fue necesaria la partida de mi hermana para que yo pudiera ver realmente quién había sido siempre esta mujer, mi madre… pero a quien nunca había reconocido plenamente.

Ahora me encanta llamarla simplemente así: Mamá.

Todavía hay mucho que aprender de ella, mucho que agradecerle. Y aún tiene mucho que disfrutar: todo lo que una vez tuvo que dejar de lado.

A veces el dolor nos obliga a ver con nuevos ojos. Nos impulsa a descubrir tesoros que siempre estuvieron ahí, pero que no sabíamos ver.

El amor, la fuerza y la verdadera transformación a menudo surgen de nuestras mayores pérdidas.

Sí, podemos cambiar.

Y en ese cambio, también podemos redescubrir a quienes siempre han estado ahí para nosotros, como mamá.

 

Imagen de Annie Plenge

Annie Plenge

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