Hace doce años me robaron. Perdí todo lo que sabía sobre mí. 

Me miré al espejo y no reconocí a la mujer que me devolvía la mirada. Mi cintura había desaparecido. Mi vientre ya no estaba plano.
Entré en una habitación siendo una persona y salí siendo otra. Me robaron el sueño, ahora me despierto cada tres horas.
Me robaron mi independencia: ya no podía ir y venir a mi antojo.
Me robaron mi sensación de seguridad. Empecé a sentir miedo porque me di cuenta de que sin mí no podría lograrlo.
Me robaron mi sueldo, ahora tenía que compartirlo contigo.
Me robaron mi música favorita y la reemplazaron por suaves canciones de cuna y canciones agudas.
Me robaron mis preocupaciones habituales y ahora, cada una de ellas llevaba tu nombre.

Y sí, lloré por esas pérdidas. Duelen.

No porque no te amé, pero porque nadie me había dicho que amar tan profundamente también podía doler. Porque el amor, el verdadero amor, siempre conlleva sacrificio.
Pero un día, sin darme cuenta, Comencé a recuperar todo.

Era una tarde cualquiera, conduciendo a casa. Los tres cantaban a viva voz en el asiento trasero, cuando sentí la mano de mi hijo menor posarse suavemente sobre la mía. En ese instante, lo supe: todo lo que necesitan está aquí. Su seguridad, su comodidad, su hogar.
Somos su universo.

Desde que me convertí en madre, he perdido mucho. Sin embargo, lo que he ganado no tiene precio:

✅He ganado propósito.

✅Me he vuelto más consciente de mis emociones y mis comportamientos.

✅He ganado una nueva versión de mí mismo, una que nunca podría haber soñado.

Porque sí, el amor viene con sacrificio… Pero también con significado. Con presencia. Con trascendencia.

Nuestros hijos nos hacen daño, nos exigen, nos desafían… Pero también nos inspiran a crecer, a seguir adelante, a ser mejores.

Así que gracias, queridos hijos, por todo lo que nos has quitado y por todo lo que devuelves sin saberlo.
Porque sin ti no seríamos tan maravillosos.